viernes, 3 de julio de 2009

La casa paterna... (Ninfa Duarte)


Verano, vacaciones y añoranzas, van siempre unidos en mis recuerdos. Los días de enero son casi sinónimos de soledad, son mi tiempo de entrar en mis adentros; a la inversa de lo que sucede con los niños de mi país, para ellos es tiempo de diversión.
Desde que no tengo niños, mi vida se desliza lenta y vacía de gritos, pero llena de recuerdos queridos. Algunos alegres, pícaros otros, melancólicos los más.
La historia que hoy rescaté de mi gastada memoria, tiene matices de un pasado no muy reciente, pero vivido con mucha intensidad. Son parcelas de mi vida que no quisiera olvidar, suspiros de mi alma que me agradaría retener muy bien guardados en algún rinconcito, tibio que puede ser tu corazón.
La melancolía del verano en la ciudad, dirigió mis pasos aquel día, hacia la blanca casita que fuera de mis padres, que tras la muerte de ambos, había quedado vacía, triste y solitaria. Yo nunca la volví a visitar.
Pero esa tarde mi alma estaba hacha un ovillo y necesitaba con todas mas ansias estar a solas en aquel lugar de mis recuerdos infantiles . tan bellos y lejanos en el tiempo pero nuevos en mi mente- para hablar con los duendes que vienen cuando los dueños se van.
Dicen las abuelas que el espíritu de los muertos quedan por mucho tiempo rondando los lugares queridos por donde habían vivido, llamándolos, extrañándolos, impregnando el lugar con su presencia y su amor… eso dicen.
Aquella presencia invisible pero tibia y acogedora, era lo que estaba necesitando para aplacar mi ansia de compañía y ternura.
Me recibió la estancia en penumbra y un vaho raro impregnado de eucaliptus; mamá siempre los tenía distribuidos por los pasillos en sendos búcaros, o en las habitaciones para mejorar el ambiente, lo recordé en ese momento.
Crucé una, dos, tres habitaciones sin detenerme, hasta abrir la puerta trasera que daba al pequeño patio; salí al corredor para aspirar en aire fresco de afuera.
El patio pequeñito estaba vestido de silencio y hojarascas de nogal; silencio de risas, de ternuras, de alas, de amor… silencio de ausencias que es como decir añoranzas de esperar en vano. Una quietud infinitamente dulce, que me subió a la garganta, se instaló ahí toda la tarde para inquietar mis latidos.
La casita humilde del barrio obrero, hoy está desierta de los consejos de papá, las canciones de mamá, los rosarios de la abuela y las risas infantiles. Sólo el señor silencio se pasea perezoso por los cuartos. Silva bajito, se queja tal vez; da vueltas y más vueltas buscando la tibieza de los que ayer la habitaban y que en las tardes apacibles, le brindaban un poquito de calor.
Miré el cuarto desde ese lugar , me dio la sensación de que estaba esperando la llegada de mamá, su vuelta del trabajo por las tardes y la algarabía de los abrazos.
Me senté un momento en el corredor, cerré los ojos… ¡La mecedora de papá! guardaba aún el calorcito de su cuerpo.
Una casa solitaria se parece a un nido, pensé. Un nido abandonado entre las ramas de un árbol desnudo, con sus ramas de esqueleto extendidas hacia el cielo, sin palabras, sin por qué… Un escalofrío recorrió mi columna, como si el recuerdo tuviera alas y con ellas me rozara al pasar.
Un largo suspiro salió de mi pecho, presuroso como si llevara la sombra de tanto abandono; exhalé aquel aire vaciando mis pulmones, tratando de hacer más leve la nostalgia del ayer. Ellas no se escapan en un suspiro solamente, perviven y a veces duelen hasta las lágrimas.
Los ecos y los trinos, todos se ausentaron. Sólo quedó entre el silencio… más silencio que silba en mis oídos y se clava en el corazón, que ahora late acelerado queriendo huir de tantos recuerdos que reviven en la carne y en mi mente. Tiernos momentos, instantes felices o minutos de grata dulcedumbre.
¿Era un sueño, un deseo o simplemente un recuerdo? ¿Por qué entonces ese escozor en el pecho? Decidí sacudirme, para acallar el alocado galopar de mi corazón.
Al pararme, mis pies hicieron crujir las hojas secas del nogal amontonadas por todas partes, era como un conjuro al silencio; las hojas lloraban las risas ausentes, el silencio de baleros, la falta de goles y de unas manos lanzando bolitas.
Recordar es muy hermoso si los momentos pasados lo fueron, por eso pensé que aquel sitio sin mis padres, no merecía toda esta tristeza que me embargaba. Mi vida y la de mis hermanos fue tan placentera que debería sentirme feliz de poderla recordar. Pero debía admitir que la ausencia física de mis progenitores me producía una rara sensación.
Miré hacia en sol, sus últimos rayos, entraban por la ventana a buscar los rizos dorados de mi hermanita menor, o las negras mechas de mamá para acariciarlas con su calorcito, como la hacía ayer; al rato, sin ellas, salían por el patio, buscando, llamando, hasta que al fin se encogían y se alejaban hacia el poniente rojizo, para volver mañana a cumplir el mismo ritual. Todo en aquel sitio seguía el mismo ritmo.
La casa paterna está callada desde hace dos meses y algo más, con un silencio de muerte, de olvido. Primero fue mi madre y al poco tiempo, papá. La ausencia lo llevó muy pronto… un día sus ojos se apagaron calladamente, como un débil candil. Dejando una oscuridad en el entorno. El patio quedó en sombras, y las ventanas se oscurecieron.
Tomé el valor necesario y recorrí las habitaciones, todo estaba intacto desde aquel día, no tenía ganas de tocar nada; allí solo faltaba la risa de mamá. Como una autómata prendí y volví a apagar algunas luces en un gesto rutinario. Yo sólo me movía por inercia, sin conciencia, ni emociones.
Salí de aquella ensoñación, me encontré sola, parada en medio de mis recuerdos, en la sala vacía y oscura. Apresuradamente me dirigí a la salida, y así como llegué, desaparecí dando vuelta en la esquina, confundida entre la gente.
Verano, vacaciones y añoranzas, así había comenzado la tarde, pero con la oscuridad vino la calma; una gran satisfacción, el recuerdo cariñoso del deber cumplido, un amor inmenso que llenó de ternezas mi alma. Me di cuenta que se rompió el hechizo y que de ahora en adelante vendría con más calma. Segura de que en ese lugar encontraría la paz. El fresco de la noche golpeó mi rostro con un airecito nuevo.
Quizá mi madre me devolvía en esa caricia, la visita de hoy a esa casa paterna que se llevó mi infancia con todo su cargamento de travesuras y dejó a cambio el recuerdo de una hermosa familia y unos padres maravillosos.






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